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Luis Hernández - Mercurio o el tiempo que fue (y otros poemas)

Kenneth Patchen - Poemas

E. A. Westphalen - Belleza de una espada clavada en la lengua

Mithistórima y otros poemas

Yorgos Seferis

Textos extraídos de libro homónimo publicado
por Ediciones Orbis en Barcelona, en 1986.
Las versiones en castellano son de Ramón Irigoyen.
Yorgos Seferis nació de padres griegos en Urla
(hoy
Esmirna, Turquía) en 1900. Murió en Atenas en 1971.

 

 

 

 

MITHISTÓRIMA (1935)


CUADERNOS DE ESTUDIOS (1937)


DIARIO DE A BORDO, I (1940)


DIARIO DE A BORDO, III (1955)

 

 

 

 

 

 

MITHISTÓRIMA (1935)


I

 

Al mensajero
tres años lo esperamos tenazmente
atisbando de cerca
los pinos l
a playa y las estrellas.
Fundidos con la reja del arado o la quilla del barco
tratamos de encontrar la primera semilla
para que comenzara de nuevo el drama antiguo.

Regresamos a casa destrozados
con los miembros desfallecidos, con la boca arrasada
por el sabor a herrumbre y a salmuera.
Al despertar viajamos hacia el norte, extranjeros,
hundidos en la niebla por las alas blanquísimas de los
cisnes que nos herían.
En las noches de invierno nos enloquecía el fuerte
viento del este
en los estíos estábamos perdidos en la agonía del día
incapaz de expirar.

Llevábamos detrás
estos bajorrelieves de un arte humilde.

 

 

 

 

III

Recuerda el baño en que te mataron.

 

Me desperté con esta cabeza de mármol en las manos
que me agota los codos, no sé dónde apoyarla.
Y caía en el sueño a medida que del sueño yo salía
así se unieron nuestras vidas y será muy difícil volver a se-
pararlas.
Miro los ojos: ni abiertos ni cerrados
hablo a la boca que está a punto de hablar constantemente
sostengo las mejillas que la piel traspasaron.
Estoy sin fuerzas ya.

Mis manos se me pierden y me vuelven
mutiladas.

 

 

 

 

V

 

No los conocimos
era la esperanza que en el fondo del
alma nos decía
que los habíamos conocido de muy niños.
Tal vez los viéramos dos veces: después se hicieron a la mar.
Cargas de carbón, cargas de cereales, y nuestros amigos
perdidos más allá del océano para siempre.
El alba nos encuentra cerca de la lámpara cansada
dibujando con esfuerzo en un papel, torcidamente,
navíos conchas o gorgonas.
Por la tarde bajamos hacia el río
pues nos muestra el camino de la mar,
y pasamos las noches en sótanos que huelen a alquitrán.

Nuestros amigos han partido
quizá no los hayamos visto
nunca, quizá
los encontramos cuando aún el sueño
nos llevaba muy cerca de la ola que alienta,
acaso los busquemos porque buscamos la otra vida,
más allá de las estatuas.

 

 

 

 

X

 

Nuestro país está cerrado, todo montes
que día y noche tienen como techo el cielo bajo.
No tenemos ríos no tenemos pozos no tenemos fuentes,
tan sólo unas cisternas retumbantes, vacías también
ellas, que tanto veneramos.
Un sonido sordo y estancado, idéntico a nuestra soledad,
idéntico a nuestro amor,
idéntico a nuestros cuerpos.
Y nos parece extraño que hayamos podido construir
en tiempos
las casas las cabañas los apriscos.
Y nuestras bodas con sus coronas frescas y alianzas
se vuelven enigmas insolubles para el alma.
¿Cómo nacieron y crecieron nuestros hijos?

Nuestro país está cerrado. Lo cierran
las dos negras Simplegades. El domingo
en los puertos cuando bajamos a tomar el aire
vemos iluminarse en el crepúsculo
leños rotos de viajes que aún no terminaron
cuerpos que ya no saben cómo amar.

 

 

 

 

XI

 

Como la luna se helaba tu sangre algunas veces
tu sangre en la insondable noche desplegaba
sus blancas alas sobre las rocas negras
sobre las casas y las figuras de los árboles
con una escasa luz de nuestros años niños.

 

 

 

 

XIV

 

Tres palomas rojas en la luz
grabando en la luz nuestro destino
con colores y gestos de personas
que amábamos.

 

 

 

 

XV

 

El sueño te envolvió con hojas verdes, como a un árbol,
respirabas, como un árbol, en una luz serena
y en la fuente transparente vi tu cara
con los párpados cerrados y las pestañas horadando el agua.
Mis dedos encontraron tus dedos entre la hierba tierna,
te tomé el pulso un instante
y sentí en otra parte la pena de tu alma.

Bajo el plátano, cerca del agua, en los laureles
te desplazaba y destrozaba el sueño
en torno a mí, cerca de mí, sin yo poder tocarte toda entera,
unida a tu silencio:
yo veía tu sombra agigantarse y hacerse más pequeña,
perderse en otras sombras, en el otro
mundo que te dejaba y te cogía.

La vida que nos dieron a vivir ya la vivimos.
Ten lástima de aquellos que aún esperan con tan gran paciencia
perdidos bajo el peso de los plátanos en los laureles
negros,
y de cuantos hablan solos a las cisternas y a los pozos
y se ahogan en los círculos mismos de su voz.
Y compadece al compañero que sudor y penurias compartió
con nosotros,
y se hundió en el sol, como un cuervo más allá de los mármoles,
sin esperanza de gozar la recompensa.

Danos la serenidad fuera del sueño.

 

 

 

 

XVII

ASTIANACTE

 

Ahora que te vas toma al niño
que vio la luz debajo de aquel plátano
un día en que sonaban las trompetas y brillaban las armas
y se inclinaban los caballos sudorosos para tocar
en el abrevadero con los hocicos húmedos
la superficie verde de las aguas.

Los olivos con las arrugas de los padres
las rocas con la sabiduría de los padres
y la sangre de nuestro hermano viva en la tierra
eran augusta norma gozo fuerte
para las almas que conocían su plegaria.

Ahora que te vas y que despunta el día
de saldar las cuentas, ahora que nadie sabe
a quién ha de matar ni cómo acabará,
toma contigo al niño que vio la luz
debajo de las hojas de aquel plátano
y enséñale a pensar en los árboles.

 

 

 

 

XVIII

 

Lamento haber dejado pasar un río ancho entre mis dedos
sin beber ni una gota.
Ahora me hundo en la piedra.
Un pino pequeño sobre la tierra roja,
mi única compañía.
Lo que amé se ha perdido con las casas
que estando nuevas el verano último
se hundieron con el viento del otoño.

 

 

 

 

XIX

 

Por más que sopla el viento no nos da frescura
y bajo los cipreses la sombra sigue estrecha
y en torno sólo hay montes escarpados.

Nos cargan los amigos
que no saben ya cómo morir.

 

 

 

 

XXII

 

Ya que ante nuestros ojos tantas y tantas cosas desfilaron
que nuestros ojos nada vieron, sino que más lejos
y detrás de la memoria como una tela blanca cierta noche
en un recinto en que vimos imágenes extrañas, más extrañas
que tú, pasar
y perderse en la fronda inmóvil de un lentisco;

ya que hemos conocido tan bien nuestro destino
errando entre las piedras rotas -tres o seis mil años-
excavando en edificios derrumbados que quizá habían sido
nuestras casas
tratando de recordar fechas y hazañas:
¿podremos?

ya que fuimos atados y fuimos dispersados
y ya que hemos luchado con asperezas por lo que se decía
inexistentes,
perdidos, y encontrando de nuevo un camino lleno de
batallones ciegos
hundiéndonos en los pantanos y en el lago de Maratón,
¿podremos morir normalmente?

 

 

 

 

CUADERNOS DE ESTUDIOS (1937)


STRATIS EL MARINO DESCRIBE A UN HOMBRE

 

1.


Pero ¿qué tiene este hombre?
Toda la tarde (ayer, anteayer y hoy) está sentado con
los ojos clavados en el fuego;
esta tarde conmigo ha tropezado al bajar la escalera
y me ha dicho:
"El cuerpo muere, el agua se enturbia, el alma
vacila
y el viento olvida; todo olvida,
pero el fuego no cambia".
Me ha dicho también:
"Sabe, amo a una mujer que se fue tal vez al otro
mundo; no es esto lo que me hace parecer tan
desolado,
trato de sostenerme en una llama,
porque no cambia".
Después me contó la historia de su vida.

 

2. Niño


Cuando empecé a crecer, los árboles me torturaban:
"¿Por qué sonríe? ¿Su pensamiento voló a la prima-
vera que es tan dura con los niños pequeños?"
Las hojas verdes me gustaban mucho;
si aprendí algunas cosas creo que fue porque el
secante que guardaba en el pupitre era también
verde;
me torturaron las raíces de los árboles cuando venían
en el calor del invierno a enrollarse en torno de
mi cuerpo.
No tenía otros sueños yo de niño:
a
sí conocí mi cuerpo.

 

3. Adolescente


Un verano -tenía yo dieciséis años- una voz
extraña cantaba en mis oídos;
fue -recuerdo- a la orilla del mar, entre las redes
rojas y una barca olvidada en la arena como un
esqueleto.
Traté de acercarme a aquella voz aplicando mi oído
a la arena;
la voz se perdió,
pero cayó una estrella
como si viera yo por vez primera una estrella caer
y en los labios el sabor salado de la ola.
Las raíces de los árboles la noche aquella no volvie-
ron ya.
Al otro día un viaje se abrió en mi pensamiento y se
volvió a cerrar como un libro de imágenes;
soñaba con volver a la playa cada tarde
para primero conocer la playa y partir después hacia
alta mar.
Al tercer día a una muchacha amé sobre una cima;
tenía una casita blanca como una ermita;
una madre anciana en la ventana con las gafas
pegadas a la aguja, siempre silenciosa;
un tiesto de albahaca, un tiesto de claveles;
se llamaba, creo, Vaso, Frosso o Bilio;
así olvidé yo el mar.
Un lunes de octubre
ante la casita blanca hallé un cántaro roto.
Vaso -para abreviar- apareció con un vestido
negro, el pelo despeinado y los ojos rojos
cuando le pregunté:
"Murió, el médico dice que murió por no haber
degollado un gallo negro en los cimientos...
dónde encontrar un gallo negro por aquí... sólo
bichos blancos.. y en el mercado las aves las
venden ya peladas".

La tristeza y la muerte no las imaginaba así;
me fui y volví al mar.
En el "San Nicolás" sobre cubierta aquella noche
soñé con un olivo viejo que lloraba.

 

4. Joven


Con el capitán Odiseo viajé un año,
fui feliz:
en el buen tiempo me acomodaba en la proa cerca de
la sirena,
canté sus labios rojos contemplando los peces vola-
dores,
en las tormentas me hundía en una esquina de la cala
con el perro del barco que daba calor.
Al acabar el año yo vi una madrugada minaretes
y me dijo el patrón:
"Es Santa Sofía, te llevaré a la tarde de mujeres".
Así conocí las mujeres que sólo llevan medias;
aquellas que elegimos, desde luego.
Era un lugar extraño;
un patio con dos nogales, una parra, un pozo
y, en torno, la pared con cristales rotos en el borde.
Un canal cantaba "Al correr de mi vida".
Entonces vi por primera vez un corazón
traspasado por una flecha conocida
pintada con carbón en la pared.
Vi amarillas las hojas de la parra
caídas en la tierra,
pegadas al barro miserable, al pavimento,
y di un paso atrás para volver al barco.
Entonces el patrón me cogió por el cuello y me
arrojó en el pozo:
¡qué caliente el agua y tanta vida en torno de la piel!
Después me dijo la muchacha jugando distraída con
su seno derecho:
"Soy de Rodas, por cien duros me desposaron a los
trece años".
Y el canal cantaba "Al correr de mi vida".
Me acordé del cántaro roto en aquella tarde fresca
y pensé:
"¿Morirá también ésta, cómo morirá?"
Le dije solamente:
"Ten cuidado, vas a estropearlo y es tu vida".
Por la tarde en el barco no pude acercarme a la sirena,
estaba avergonzado.

 

5. Hombre


He visto desde entonces muchos paisajes nuevos: campos verdes en que el cielo y la tierra, el hombre y la semilla se confunden en una humedad irresistible; plátanos y abetos; lagos con visiones arrugadas y cisnes inmortales porque habían perdido ya su voz, decoraciones que desplegaba mi compañero voluntario -este comediante errante- mientras tocaba una bocina larga que le había destrozado los labios, y con voz penetrante como la trompeta de Jericó derrumbaba lo que yo llegaba a construir. Vi también un cuadro viejo en una sala de techo bajo; mucha gente lo admiraba. Representaba la resurrección de Lázaro. No recuerdo ni a Lázaro ni a Cristo. Sólo, en una esquina, la repugnancia pintada en una cara que miraba el milagro como si oliera. Trataba de proteger su aliento con un pañuelo enorme que a lo largo del cuerpo le colgaba. Este señor del Renacimiento me enseñó a no esperar gran cosa del Juicio Universal.

Nos decían: "Venceréis cuando estéis sometidos".
Nos sometimos y hallamos la ceniza.
Nos decían: "Venceréis cuando améis".
Amamos y hallamos la ceniza.
Nos decían: "Venceréis cuando dejéis la vida".
Dejamos nuestra vida y hallamos la ceniza.

Hallamos la ceniza. Nos falta encontrar de nuevo nuestra vida ahora que no tenemos nada. Me imagino que el que vuelva a hallar la vida, a pesar de tantos papeles, tantas luchas y tantas enseñanzas, será alguien como nosotros, sólo que un poco más tenaz en el recuerdo. Para nosotros no es posible, recordamos todavía lo que dimos. Aquél recordará tan sólo sus ganancias por cada una de sus ofrendas. ¿Qué puede recordar una llama? Si recuerda un poco menos de lo necesario, se apaga; si recuerda un poco más de lo necesario, se apaga. ¡Si pudiera enseñarnos, cuando arde, a recordar con precisión! Acabé. ¡Si hubiera, al menos, otro que empezara donde yo he terminado! Hay momentos en que tengo la impresión de haber llegado al fin, de que todas las cosas se encuentran en su sitio, conjuntadas, dispuestas a cantar. La máquina a punto de ponerse en marcha. Puedo, desde luego, imaginarla viva, en movimiento, como algo insospechadamente nuevo. Pero queda algo todavía, un obstáculo mínimo, un grano de arena que se hace más pequeño, más pequeño sin poder jamás aniquilarse. No sé qué tengo que decir ni lo que debo hacer. Este obstáculo se me presenta a veces como un núcleo de lágrimas hundido en cierta juntura de la orquesta sin dejarla sonar hasta que se disuelva. Y tengo el presentimiento insoportable de que toda la vida que me queda no será suficiente para disolver esta gota dentro de mi alma. Y me persigue el pensamiento de que este instante inacabable sería el último en rendirse si me quemaran vivo.
¿Quién nos ayudaría? Una vez, cuando andaba en los barcos todavía, un mediodía de julio, me encontré solo en una isla, deshecho bajo el sol. Un viento suave me traía tiernos pensamientos, cuando vinieron a sentarse, un poco más allá, una mujer con un vestido transparente que dejaba adivinar su cuerpo, delgado y fuerte como el de una cierva, y un hombre silencioso que, a cierta distancia, la miraba a los ojos. Hablaban una lengua que yo no comprendía. Le llamaba Jim. Sus palabras, sin embargo, no tenían peso y sus miradas, confundidas e inmóviles, dejaban sus ojos ciegos. Pienso siempre en ellos por ser las únicas personas que he visto en mi vida sin tener ese aire rapaz o ya batido que he hallado en todos los demás. Ese aire que los hace pertenecer al rebaño de los lobos o al rebaño de los corderos. Las volví a encontrar el mismo día en una de esas capillas isleñas que encuentra uno al pasear y que pierde apenas sale de ellas. Mantenían siempre la misma distancia y después se acercaban y se besaban. La mujer se convirtió en una imagen oscura y desapareció, pequeña como era. Me pregunto si sabían que estaban fuera de las redes del mundo...
Es hora de que parta. Conozco un pino que se inclina cerca de un mar. Al mediodía regala al cuerpo fatigado una sombra medida como nuestra vida, y a la tarde, el viento pasando a través de sus agujas, entona una canción extraña, como almas que abolieron la muerte en el instante de volver a convertirse en piel y labios. Una vez pasé la noche en vela debajo de este árbol. Al alba estaba nuevo, como si entonces mismo me hubieran tallado en la cantera.

¡Ay! ¡Si al menos se pudiera vivir de esta manera! No importa.

 

 

 

 

 

DIARIO DE A BORDO, I (1940)


EL JAZMÍN

 

Ya anochezca,
ya haya luz,
sigue blanco
el jazmín.

 

 

 

 

 

DIARIO DE A BORDO, III (1955)


PENTEO

 

La noche le carga de sueños de frutas y de hojas;
el alba no le deja coger ni tan sólo una mora.
Y ambas reparten sus miembros entre las Bacantes.

 

 

 

 

EURÍPIDES, ATENIENSE

 

Envejeció entre las llamas de Troya
y las canteras de Sicilia.

Le gustaban las grutas en las playas y los paisajes del
mar.
Imaginó las venas de los hombres
como redes de los dioses donde nos atrapan como
a fieras.
Intentó romperlas.
Era agrio y sus amigos eran pocos;
y, un día, le despedazaron unos perros.

 

 

 

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