El siguiente es un artículo de Josep Alemany sobre el escritor austriaco Thomas Bernhard (1931-1989), abrumadoramente detestado por los habitantes de las ciudades de su niñez, Viena y Salzburgo, por maldecirlas vivamente en sus escritos. Publicado en dos entregas en el periódico "cnt" nº 150 y nº 151 (Bilbao, junio-julio de 1993). Corregido en febrero de 2009 por el autor.
Tardé bastante en leer a Thomas Bernhard. Me temía que fuera la nulidad de turno promocionada por el márquetin editorial, uno de esos «grandes narradores» que pretenden aportar tanto y lo único que aportan es aburrimiento y cretinismo.
Thomas Bernhard murió hace veinte años, el 12 de febrero de 1989. Coincidiendo con este aniversario, ya han empezado a publicarse artículos que hablan de cualquier trivialidad —¡incluso de sus zapatos!— sin decir nada interesante. Se insiste, por lo demás, en presentar a Bernhard como un monstruo literario que escribía encerrado en una pecera. El genio dentro de la burbuja del arte. No se mencionan nunca sus afinidades anarquistas, convertidas en un secreto incómodo.
Se trata de una estafa. Porque no se puede entender a Bernhard sin tener en cuenta las ideas anarquistas transmitidas por su abuelo. En su última obra, Extinción, ese bagaje aparece sin tapujos. Algunas páginas parecen variaciones sobre ideas de Bakunin, como cuando habla de la religión o de la necesidad de destruir como acto indisociable de la creación.
Además, ya se encargó el propio Bernhard de hacer estallar la burbuja del arte. La pentalogía autobiográfica supone una ruptura con las obras anteriores, demasiado ancladas en los enredos literarios.
En 1993, tras la lectura de Extinción, escribí sobre la obra de Bernhard las líneas que vienen a continuación, dejando totalmente de lado su teatro. Ahora, en febrero de 2009, sólo he cambiado la introducción. A partir de aquí, pues, reproduzco, con algunos retoques, el artículo de 1993.
SALZBURGO BAJO LAS BOMBAS
El primer libro de Bernhard que leí fue Tala . No salía de mi asombro. En cada página se traslucía el espíritu anarquista del autor. Y un espíritu bien hard, además.
En el primer volumen de la autobiografía tuve confirmación de lo que presentía. El personaje decisivo en la formación de Bernhard fue su abuelo. También escritor, huyó de Salzburgo y «se fue a Basilea, para llevar allí una peligrosa existencia de anarquista, como Kropotkin» (p. 109). En el último volumen, Un niño, recuerda otra vez la fuga de su abuelo a Suiza, «donde hizo estudios técnicos y se unió a algunos anarquistas de sus mismas ideas. Pero no orientaba sus energías hacia la política, sino hacia la literatura» (p. 43). «Los anarquistas son la sal de la tierra», le decía una y otra vez (p. 20). Pero dejemos al abuelo y volvamos al nieto.
Bernhard empieza escribiendo poesía, luego teatro y novela (Helada, 1963; Trastorno, 1967; Corrección, 1975; la enumeración no es exhaustiva). Más tarde se opuso a la reedición de las obras anteriores a Helada, lo que significó enterrar la poesía en el olvido. Descanse en paz. En 1975 aparece el primer volumen de la autobiografía, El Origen. Una indicación . Seguirán El sótano. Un alejamiento (1976), El aliento. Una decisión (1978), El frío. Un aislamiento (1981) y Un niño (1982), todos ellos publicados en castellano por Anagrama.
La autobiografía abre una nueva línea en la obra de Bernhard. Ya en las primeras páginas de El origen salta a la vista la diferencia con las novelas anteriores: la escritura es más nítida, menos laberíntica, lo que da por resultado la condensación estilística; las reflexiones, al mezclase con la narración, intensifican el relato; las repeticiones le dan un ritmo obsesivo, alucinógeno. La páginas en que describe la vida y, sobre todo, la muerte en Salzburgo bajo los bombardeos aliados constituyen un buen ejemplo del arte de Bernhard. Tras «vaciarse» en cuatro volúmenes, en Un niño narra los años anteriores a El origen, estructura circular frecuente en nuestro autor. En el último volumen de la autobiografía, la depuración estilística llega al máximo; incluso cabe hablar de simplificación.
¿EL PESIMISTA UNIDIMENSIONAL?
Ver solo el lado pesimista y demoledor de Bernhard significa tener una idea muy incompleta de sus obras completas. Es innegable que Bernhard tiene en mucha estima a los «clásicos del pesimismo» (Schopenhauer y Pascal) y que en las primeras novelas domina de modo unilateral un pesimismo abrumador (los protagonistas de todas ellas se suicidan o, como en el caso de Trastorno, piensan hacerlo). A partir de la autobiografía, sin embargo, las cosas cambian.
Hay que tener en cuenta, por otra parte, que interés por los «clásicos del pesimismo» no implica, ni mucho menos, una adhesión total. Al contrario, Bernhard establece una sutil relación de coincidencias y discrepancias. Coincide con Pascal en la constatación de la desgracia de los hombres. Ahora bien —y la discrepancia es esencial, una verdadera inversión—, mientras que la desesperación en Pascal conduce a Dios, en Bernhard conduce al suicidio o a la ausencia de toda esperanza. Igualmente esenciales son las diferencias con respecto a Schopenhauer. A partir del pesimismo, Schopenhauer rechaza el suicido e, inspirándose en el nirvana del budismo, confecciona una filosofía cuyos conceptos fundamentales son el renunciamiento y la disolución del yo. Nada más alejado de semejante actitud quietista que la afirmación del yo y del hombre activo que caracteriza el pensamiento de Bernhard.
En Corrección, el pesimismo suicida de Bernhard llega a un callejón sin salida. Alcanzado el punto máximo de la ausencia de esperanza, Bernhard toma la dirección opuesta y supera la tentación de la autodestrucción. Con la autobiografía su obra cambia de signo. Montaigne contrarresta a Schopenhauer (decir que lo desplaza sería excesivo). La actitud literaria de Bernhard responde a su experiencia personal. El aliento nos ofrece el momento esencial en que toma la decisión de convertir en su contraria una situación desesperada: desahuciado en el hospital, los médicos esperan el instante en que deje de respirar, y entonces toma la dirección opuesta y decide vivir. Al producirse recaídas en su enfermedad, reacciona siempre de la misma forma. Del relato de los horrores, las muertes y las enfermedades se desprende una decidida voluntad de vivir. Incluso la muerte del abuelo se convierte en estímulo para seguir vivo.
COMPLEJIDAD
El origen abarca los años en que Bernhard estuvo en un internado de Salzburgo, primero nacionalsocialista; después, tras el hundimiento del III Reich, católico. La formación anarquista que había recibido de su abuelo había de chocar frontalmente con la máquina de aniquilación nacionalsocialista-católica. De ahí la extrema tensión en que vive el joven Bernhard, al borde del suicidio, y el tono desgarrador con que evoca aquel período tan desgraciado de su vida.
Pero Bernhard rechaza toda visión unilateral de las cosas, abarca la realidad con sus aspectos contradictorios. Después de la desgracia de El origen, viene, pues, la felicidad de El sótano . De repente, Bernhard toma la dirección opuesta a lo que lo hacía desgraciado: deja de ir al odiado instituto y se va a trabajar al poblado de Scherzhauserfelfd —el barrio de los horrores de Salzburgo—, en un establecimiento de alimentación, en el sótano del señor Podlaha. «No había sabido que la vida podía ser tan feliz» (p. 72). La soledad no excluye la convivencia con los hombres. «Mi abuelo me enseñó a estar solo y vivir para mí mismo; Podlaha a convivir con las personas» (p. 59). Más ejemplos: «El hombre de hoy sólo puede conservarse en el campo al ciento por ciento, o en la gran ciudad al ciento por ciento» (p. 105). «Lo que aquí se describe es la verdad; y no lo es por la sencilla razón de que la verdad sólo es, para nosotros, un deseo piadoso» (p. 41). La escritura sólo es el intento de comunicar la verdad; sólo permite la indicación, la aproximación.
El individualismo de Bernhard, lejos de encerrarse en el solipsismo o de inventarse un reino de fantasía, no olvida el espacio social y político; al fin y al cabo, «uno no se conoce a sí mismo sino en relación con los demás» [1]. Dicha relación se «institucionaliza» por primera vez en la escuela. En El origen, educación es sinónimo de destrucción, porque la escuela refleja el funcionamiento de la sociedad y del Estado. Es un dispositivo de violencia y de terror, en nombre del nacionalsocialismo o del catolicismo. El paso de un régimen a otro no aporta ningún cambio. Así, resulta que uno de los escritores más ferozmente individualistas del siglo XX es el autor que más ha tratado la tragedia política de nuestro tiempo: la aparición del totalitarismo y su pervivencia en formas y regímenes pretendidamente democráticos. No se ha cansado de insistir en el tema. En la última obra, huelga decirlo, ocupa un lugar central.
La ciudad de Salzburgo le permite esbozar, ya en las primeras páginas de El origen, una de sus ideas más interesantes: la belleza «en tanto que máquina de falsedad», en tanto que «elemento mortal» que aplasta a «los seres que están ligados a esa ciudad y a ese paisaje». Bernhard hace trizas la fachada de la belleza y del arte para mostrar lo que hay detrás, su reverso espantoso: la mentira, la violencia y el horror. A este respecto, cabe señalar Tala. Una irritación (1984), y, sobre todo, Maestros antiguos. Comedia (1985), donde expone sus opiniones demoledoras sobre pintura, música, literatura y filosofía. Como botón de muestra, veamos las conclusiones sobre la filosofía de Heidegger, «ese ridículo burgués nacionalsocialista en pantalones bombachos»: «El método heideggeriano consistía en hacer de grandes pensamientos ajenos, con la mayor falta de escrúpulos, pequeños pensamientos propios» (pp. 58-59). Aquí conviene recordar lo que decía Borges: «Heidegger escribe un alemán abominable. Cuando supe que estaba con los nazis me alegré, ¿no? Muy bien, así es como debe ser, ¿no?». [2]
LOS MOTIVOS PARA ESCRIBIR
Como es sabido, muchos autores escriben continuamente el mismo libro. Thomas Bernhard es uno de ellos. El mismo libro, sí, pero no de la misma forma. Con las variaciones que introducen, el resultado puede ser mejor o peor. También ocurre con frecuencia que, a fuerza de repetirse, llega un momento —la fase final de muchos artistas— en que la gracia se evapora, el estilo adopta un tono seco, mecánico, las piezas chirrían.
Ésos eran los pensamientos que me rondaban por la cabeza antes de emprender la lectura de Extinción. Un desmoronamiento (1986), la última obra de Bernhard. Además, acababa de leer Trastorno y, la verdad, no me había convencido del todo. En fin, que albergaba mis dudas. Sin embargo, al girar las páginas, las dudas se disiparon pronto. Tras un comienzo muy típico de Bernhard, a partir de la página 123 (descripción de Wolfsegg) Extinción ensancha su horizonte y logra un excelente registro que mantiene a lo largo de toda la obra. Como era de esperar, aparecen los ingredientes habituales de Bernhard; el tratamiento, en cambio, es original y sorprendente porque, en el caso de Extinción, nos hallamos ante una «novela familiar» —o, mejor dicho, «antifamiliar»— en toda la regla.
Según Freud, «la felicidad es sólo la realización de un deseo infantil». De pequeño, Bernhard oía cómo su abuelo se levantaba a las tres de la madrugada y se encerraba en su habitación para escribir. De mayor, Bernhard escribe para realizar un deseo infantil y, al mismo tiempo, para continuar la obra de su abuelo. «Mi abuelo, el escritor, había muerto, ahora tenía que escribir yo» (El frío, p. 36). Incluso utiliza la misma máquina de escribir y el mismo método.
No es de extrañar, pues, que a la pregunta «qué motivación se tiene para hacer el esfuerzo de escribir si a uno lo asalta la idea de que nada tiene sentido», Bernhard contestara tranquilamente: «Es que escribiendo obtengo un placer inmenso. [...] Me gusta escribir, eso me basta». [3] La obra maestra que el abuelo dejó inacabada al morir, la ha escrito el nieto. Y no se titula El valle de las siete granjas sino Extinción .
El protagonista y narrador, Franz Josef Murau — a todas luces un alter ego del autor — recibe en Roma un telegrama de sus hermanas anunciándole la muerte de sus padres y de su hermano Johannes en un accidente de coche. A partir de ahí se sucederán los elementos característicos de las obras de Bernhard, con su geografía de exclusiones y oposiciones. El lugar de nacimiento —Wolfsegg, en Austria— es un mundo opresivo donde reina el catolicismo, al que luego se añadirá el nacionalsocialismo. Murau sólo se siente a gusto entre los jardineros y al lado de su tío Georg, quien se marchará a vivir en Cannes. Más adelante también Murau huirá de Wolfsegg y se instalará en Roma, donde da clases de literatura alemana a Gambetti. En Roma coincide con Maria, personaje cuyo modelo es Ingeborg Bachmann.
UNA DISCREPANCIA
Siento tener que discrepar del traductor de casi todas las obras de Bernhard, Miguel Sáenz, pero el caso es que discrepo de él cuando, en el epílogo a Un niño, afirma que, a pesar de la autobiografía, «seguimos sin saber gran cosa de Thomas Bernhard» (p. 158). Yo creo lo contrario. Es decir, que la autobiografía ofrece datos suficientes para conocer a Bernhard. No diré todo Bernhard, eso no se puede decir nunca, pero sí lo esencial. En la autobiografía, por lo demás, Bernhard cuenta las experiencias de las que sacará material para sus novelas. En Extinción, sin ir más lejos, hallamos, transpuestos y transfigurados, muchos elementos de Un niño . Wolfsegg se inspira en la aldea de Seekirchen, donde estaba la granja de los Hipping. Fue el paraíso infantil de Bernhard (también Wolfsegg lo fue para Murau en los primeros años de su vida, antes de transformarse en un infierno). En Seekirchen, Bernhard iba a menudo a la granja, incluso se quedaba a dormir con los criados (cf. el mundo de los jardineros de Wolfsegg); hizo una gran amistad con el hijo mayor de los Hipping (cf. su hermano mayor Johannes). «Mi primera función de teatro fue mi primera función de iglesia» (Un niño, p. 78) (cf. el seminario como «escuela de arte dramático católico», p. 471). Encontramos los mismos entierros y cortejos fúnebres. El cadáver decapitado en accidente de coche procede de El frío .
Salta a la vista que el tío Georg se inspira en el abuelo. [4] El tío Georg escribía un libro sobre Wolfsegg, pero el manuscrito desapareció a su muerte y Murau se propone volver a escribirlo (cf. la obra de Bernhard como continuación de la de su abuelo). El abuelo rompió con su hermana a causa del nacionalsocialismo (Un niño, p. 152); el tío Georg rompe con su hermano por el mismo motivo. Se podrían rastrear más pistas; pero, a fin de cuentas, semejante ejercicio tiene una importancia secundaria.
«LA DOLCE VITA» EN ROMA
Roma ha significado un nuevo comienzo para Murau. Gracias a los paseos por el Pincio con Spadolini, a las conversaciones durante toda la noche con Gambetti y a los encuentros con Maria, Murau ha recuperado el arte de vivir y de pensar. También ha contribuido a ello el ambiente mediterráneo de la Ciudad Eterna y sus restaurantes (« comer bien por un lado, pensar bien por el otro », p. 372). Tras años de atrofia en que no leía más que los periódicos con su porquería insoportable, en Roma ha vuelto a leer auténticos libros, se le han reavivado las pasiones intelectuales. Con Gambetti la seducción es recíproca; los papeles de profesor y alumno son reversibles, al relacionarse con él se le han despertado las afinidades anarquistas. [5] Murau se entrega al placer de pensar sin detenerse ante nada ni ante nadie. Para hacer boca, vale la pena reproducir algunos fragmentos de sus reflexiones filosofantes.
Sobre el catolicismo. «La Iglesia católica hace, de los hombres católicos, criaturas embrutecidas que han olvidado el pensamiento independiente, […] católicos sin voluntad ni pensamiento, creyentes, como ella dice, con infamia. […] ¿De qué nos sirven esas obras de arte como iglesias y palacios católicos, si no tenemos una sola cabeza propia desde hace siglos? […] No tenemos ningún Montaigne, ningún Descartes, ningún Voltaire, sólo esos monjes poetizantes y esos aristócratas poetizantes con su imbecilidad católica» (pp. 107-110).
Sobre la transformación y, por consiguiente, la aniquilación del mundo. «Las revoluciones superficiales, más o menos diletantes, no sirven aquí de nada, como vemos en otros países de Europa, sólo una revolución realmente fundamental, elemental, puede ser la salvación, una revolución que comience por derribar y destruirlo todo, realmente todo» (p. 110). «Tenemos que […] desintegrar lo antiguo para, en definitiva, poder extinguirlo totalmente para lo nuevo. Hay que renunciar a lo antiguo, aniquilarlo, por doloroso que sea ese proceso, para hacer posible lo nuevo, aunque no podamos saber qué será lo nuevo, pero que deberá ser lo sabemos» (p. 159).
Una original terapia contra la desesperación —y su corolario: el suicidio—, que, desgraciadamente, no está al alcance de todo el mundo. «Gracias a la compra de esos pantalones y esa chaqueta, hicimos de una tarde desesperada una tarde feliz. Antes de morirse de desesperación, es mejor salir a la calle y entrar en una tienda de lujo, y vestirse de nuevo, hacer de nosotros una criatura de lujo incluso para un Don Giovanni kitsch, antes que refugiarnos en la cama con una dosis triple de somníferos, sin saber si nos despertaremos, cuando, sin embargo, siempre ha valido la pena despertarse» (p. 165).
Dos pensamientos heredados del abuelo: lo peor es la inactividad; hay que atreverse a actuar y a pensar incluso a riesgo de fracasar, «al fin y al cabo, siempre hemos fracasado en el fondo, y todos los otros también, ya pueden haber sido los mayores intelectos, de repente, en algún punto, fracasan y su sistema se derrumba, como prueban sus escritos, que admiramos porque son los que más han avanzado en el fracaso» (p. 277).
Me gustaría transcribir fragmentos de las reflexiones sobre la fotografía, la literatura alemana, Kafka, Goethe, Musil..., pero resultaría demasiado largo.
Murau también cultiva el arte de someter la experiencia y los acontecimientos a análisis; gracias a esos ejercicios intelectuales, las obras de Bernhard no caen nunca en el costumbrismo insulso. Que nadie se crea, sin embargo, que se trata de una «novela de ideas» o de un «plomo». Porque en Extinción, cosa que no sucedía en algunas obras anteriores a la autobiografía, las reflexiones y los análisis, al descomponer y desmenuzar los acontecimientos, multiplican los ángulos de la narración, dan más fuerza al relato. Y en sus páginas no hay ni rastro de plomo, porque la novela está escrita con fluidez y con grandes dosis de humor.
LA RELIGIÓN COMO TEATRO
De la galería de personajes que desfilan por las páginas de Extinción, uno de los más logrados es, sin lugar a dudas, Spadolini, el Brillante, el Admirable, el Príncipe de la Iglesia nato. Mediante ese personaje, Bernhard aborda el fenómeno eclesiástico en toda su complejidad y perversidad. Cuantas más «cualidades» adornan a Spadolini, más espantoso resulta el papel de la Iglesia católica como institución basada en la hipocresía, el engaño y la mentira. Spadolini lleva a su más alto grado la religión como teatro. Es un genio de la escena, un gran actor del espectáculo eclesiástico; su arte oratorio es un calculado arte de la falsificación. El punto culminante de su actuación se produce durante los funerales que cierran Extinción. La novela tiene así un final operístico, porque la liturgia católica confiere a los gestos y a las actitudes un carácter marcadamente artificial. Tanto en la ópera como en las ceremonias, el artificio funciona como motor único de la representación.
He leído dos veces Extinción, y la segunda vez me ha entusiasmado todavía más que la primera. Me atrevo a decir, pues, que las 482 páginas de Extinción constituyen la culminación del arte de la escritura de Thomas Bernhard. El nuevo giro iniciado con la autobiografía se ha cerrado con una obra maestra. Y como ningún artículo — al fin y al cabo, pobres vivisecciones — puede reemplazar el placer de leerla, invito el lector a que lo compruebe por su cuenta.
Notas:
1. Tinieblas, Gedisa, p 88. Se trata de una recopilación de varios relatos, discursos y entrevistas con Bernhard, y una serie de estudios sobre su obra.
2. Richard Burgin, Conversaciones con Jorge Luis Borges. Taurus, p 127.
3. Tinieblas, pp. 82 y 95.
Leyendo esta obra también nos enteramos de que Bernhard «en momentos de fastidio o durante períodos depresivos, lo que hojea son sus propios libros, puesto que son ellos, más que otra cosa, los que lo hacen reír.» (p. 149).
4. Para que no haya ninguna duda, en la página 28, puede leerse lo siguiente: "Mi tío Georg se ocupaba una u otra vez de los dos revolucionarios Kropotkin y Bakunin, a los que, en lo que se refiere a la literatura memorialista, consideraba los más altos". (p. 28). .
5. «Gambetti el anarquista, que sólo por mí se ha convertido realmente en anarquista, a quien probablemente he educado yo como anarquista contra sus padres, contra su entorno, contra sí mismo, pensé, y que, al mismo tiempo, estimuló mi elemento anarquista, movilizándolo otra vez en Roma» (p. 381). .