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Humanismo implica fofería

Michel Foucault
entrevistado por Paolo Caruso

Michel Foucault fue entrevistado por el filósofo Paolo Caruso en mayo de 1967, en Italia. La transcripción de la entrevista, que aquí se publica en su integridad, fue parcialmente publicada en la revista "La Fiera Letteraria" el 20 de setiembre de 1967. La traducción al castellano es de F. Serra Cantarell, publicada por Anagrama en el libro "Conversaciones con Lévi-Strauss, Foucault y Lacan" (Barcelona, 1969). La versión original italiana fue publicada con el título "Conversazioni con Lévi-Strauss, Foucault, Lacan", (U. Mursia y C., Milán 1969). [Versión Imprimible PDF]

¿Puede usted hablarme de su formación cultural, trazar el itinerario que ha recorrido para llegar a sus posiciones actuales? Me refiero sobre todo a las posiciones expresadas en el libro aparecido el año pasado Les mots et les choses, gracias al cual se ha convertido usted en un personaje público, y no solamente en Francia.

Me resulta un poco difícil describir el itinerario que me ha llevado a las posiciones actuales, por la sencilla razón de que espero precisamente no haber llegado al punto final. En realidad, el itinerario que uno ha seguido solamente podrá identificarse cuando se haya acabado. El libro que publiqué el año pasado es un libro de trabajo, por lo tanto es un libro de transición, un libro que me permite, que espero que me permita, seguir adelante.

¿En qué dirección?

Creo advertirla ya, pero no puedo afirmar que la dirección que advierto hoy sea la definitiva, aquella que solo puede descubrir quien, al fin de su vida, se vuelve para examinar lo que ha hecho.

Y si, imaginando que está usted a punto de morir, intentara usted reconstruirla...

Bien. En tal caso le diré que hacia 1950, como todos los de mi generación, siguiendo el ejemplo de nuestros nuevos maestros, me había preocupado por el problema de la significación. Todos nosotros nos hemos formado en la escuela de la fenomenología, en el análisis de las significaciones inmanentes en lo vivido, de las significaciones implícitas en la percepción y en la historia. Además, me interesaba por la relación que podía existir entre la existencia individual y el conjunto de las estructuras y de las condiciones históricas en las que aparece la existencia individual; el problema de las relaciones entre sentido e historia e incluso entre método fenomenológico y método marxista. Y creo que, como a todos los de mi generación, entre 1950 y 1955, en mí se produjo una especie de conversión que al principio parecía no tener importancia y que luego ha llegado a diferenciarnos profundamente: el pequeño descubrimiento, o la pequeña inquietud, si se quiere, que la ha determinado, ha sido la inquietud ante las condiciones formales que determinan la aparición de la significación. En otros términos, hemos examinado de nuevo la idea husserliana según la cual todo tiene sentido, que el sentido nos rodea y nos embiste antes de que comencemos a abrir los ojos y a hablar. Para los de mi generación, el sentido no aparece solo, no «existe ya» o mejor, sí «existe ya», pero bajo cierto número de condiciones que son condiciones formales. Y de 1955 en adelante nos hemos dedicado principalmente al análisis de las condiciones formales de la aparición del sentido.

¿Cómo encuadraría usted los cuatro libros que ha escrito hasta hoy?

En Histoire de la folie y en Naissance de la clinique, en substancia he intentado analizar las condiciones bajo las cuales se podía constituir un objeto científico.

¿La "arqueología de la visión clínica" y la "arqueología de la locura"?

Exactamente. El problema es éste. En todas las culturas occidentales existían algunos individuos que eran considerados enfermos y otros que eran considerados locos: por así decirlo, se trataba de significaciones vividas de modo inmediato por la sociedad, la cual reconocía sin dudar, tanto a los enfermos como a los locos. Pues bien, estas significaciones han sido modificadas bruscamente cuando se han constituido determinados conocimientos, determinados corpus científicos, y cuando apareció algo así como una medicina mental o psicopatología, y algo así como una medicina clínica, hacia fines del siglo XVIII. Mi problema ha sido demostrar de qué manera las significaciones vividas de modo inmediato en una sociedad representaban condiciones suficientes para la constitución de un objeto científico. Para que la enfermedad y la locura dejaran de ser significaciones inmediatas y se convirtieran en el objeto de un saber racional fueron necesarias cierto número de condiciones que he intentado analizar. Se trataba de la «interrupción» entre sentido y objeto científico, es decir, de las condiciones formales para la aparición de un objeto en un contexto de sentido.

Pero, ¿esto no contradice lo que usted decía al principio?

En apariencia, sí. Le hablaba, si no me equivoco, de nuestra generación y de la preocupación que teníamos por las condiciones de la aparición del sentido. En cambio ahora le estoy diciendo que me interesaba por la manera cómo desaparecía el sentido: se eclipsaba cuando se constituía el objeto. Por ello no es posible asimilarme a lo que se entiende por «estructuralismo». Los estructuralistas plantean el problema de las condiciones formales de la aparición del sentido valiéndose sobre todo del ejemplo privilegiado del lenguaje, que en sí mismo es un objeto extraordinariamente complejo y rico para analizar y que a la vez sirve de modelo para analizar la aparición de otras significaciones que no son exactamente significaciones de orden lingüístico o verbal. Ahora bien, desde este punto de vista, no se puede decir que yo haga estructuralismo porque en el fondo no me preocupan ni el sentido, ni las condiciones de su aparición, sino las condiciones de modificación o de interrupción del sentido, las condiciones en las que el sentido se disuelve para dar lugar a la aparición de otra cosa.

¿Y el hecho de que la enfermedad y la locura se hayan convertido en un objeto científico particular, tal como se refleja en la mentalidad actual?

Toda sociedad establece un sistema o serie de sistemas de oposición entre el bien y el mal, lo permitido y lo prohibido, lo lícito y lo ilícito, lo criminal y lo no criminal, etc... Estas oposiciones, que son constitutivas de toda sociedad, en la Europa de hoy se están reduciendo a la simple oposición de normal y patológico. Esta, no solamente es más sencilla que las otras, sino que además presenta la ventaja de hacernos creer que es una técnica para reducir lo patológico a lo normal. Así, ante el delito, la desviación sexual, etc., se dice: es un caso patológico. Pero esta codificación de todas las oposiciones en la oposición entre normal y patológico, en el fondo se produce gracias a una oposición de recambio, implícita en nuestra cultura y muy activa aunque esté oculta: la oposición entre locura y razón. Para poder decir de un criminal que es un caso patológico es preciso comenzar diciendo que está loco; después diremos que los locos son enfermos mentales, por lo tanto, que son casos patológicos, etc. De esta manera lo criminal puede entrar en la categoría de lo patológico. En otros términos, la oposición locura-razón funciona como oposición de recambio que pretende traducir todas las antiguas oposiciones de nuestra cultura en la oposición mayor, soberana, monótona, entre normal y patológico.

No obstante, incluso en el terreno de las costumbres hay muchos fenómenos que no se encuadran en este esquema: por ejemplo, el redescubrimiento de la droga en nuestra sociedad occidental.

Con la introducción de la droga en nuestra sociedad hasta cierto punto se produce la operación inversa de intentar restituir a la oposición locura-razón su autonomía, considerándola simplemente como un código de recambio entre dos sistemas de oposiciones, eliminando el aspecto patológico de la locura, reivindicándola como oposición cultural no patológica y, por lo tanto, no reducible a términos de oposición entre normal y patológico. Así, quienes por propia y libre voluntad y gozando de buena salud toman LSD y entran en un estado de no-razón por un período de 12 horas, tienen una experiencia de locura, al margen de la oposición entre normal y patológico.

¿Usted cree que en nuestra cultura la droga puede llegar a asumir otro significado, el de ampliar el horizonte de nuestra mentalidad, hasta llegar a incluir nuevas formas de sensibilidad? ¿Cree usted, por ejemplo, que se puede hablar de una irrupción del pensamiento y de la cultura de ciertas civilizaciones orientales en nuestra civilización occidental?

No. Creo precisamente que se produce el fenómeno contrario. Aparentemente, desde hace ciento cincuenta años, digamos desde Schopenhauer, nos estamos orientalizando; pero en realidad, el Occidente es relativamente permeable, a la filosofía hindú, al arte negro, a la pintura japonesa, a la mística árabe, etc., precisamente porque el mundo entero se está occidentalizando; pero la filosofía hindú, el arte negro, etc., adquieren conciencia de sí mismos, en virtud de aquellas estructuras por medio de las cuales la cultura occidental las asimila relativamente. En consecuencia, la utiliización de la droga no me parece que para el occidental sea una manera de abrirse al Oriente. En su uso oriental, creo que la droga tenía como función principal la de apartar al hombre de la loca ilusión de que el mundo existía, revelándole otra realidad que era la anulación del individuo; en cambio, el uso que actualmente se hace de la droga es más que nada individualista, en cuánta se trata de descubrir dentro de si mismo las posibilidades interiores de la locura; no las de la locura de lo normal para alcanzar la verdadera realidad, según el uso oriental, sino las de recuperar a. través de la razón del mundo una locura individual de la que involuntariamente somos. los detentadores.

Volviendo a su obra, creo que en su libro sobre Raymond Roussel usted ya analiza el caso de este escritor de la misma manera como lo acaba de hacer con la droga: es decir, como un ejemplo de la revalorización actual de la «locura».

Es cierto. Aquel libro constituye una pequeña investigación en apariencia marginal, diagonal. Roussel fue tratado por psiquiatras, en particular por Pierre Janet; Pierre Janet reconoció en él un caso de neurótico obsesivo, cosa que correspondía a la realidad. El lenguaje de Roussel, a finales del último siglo y a principios del nuestro, no podía ser más que un lenguaje de loco y debía ser considerado como tal. Pero he aquí que hoy aquel lenguaje ha perdido su significado de locura, de neurosis pura y simple, para ser asimilado a un modo de ser literario. Los textos de Roussel han alcanzado bruscamente un modo de existir dentro del razonamiento literario. Esta modificación me interesó y me indujo a hacer un análisis de Roussel en este sentido, no para saber si las significaciones patológicas todavía estaban presentes o si eran constitutivas de su obra; me daba lo mismo saber si verdaderamente la obra de Roussel era o no la obra de un neurótico; lo que quería averiguar era la manera cómo el funcionamiento del lenguaje de Roussel podía figurar dentro del funcionamiento general del lenguaje literario contemporáneo. Así, una vez más puede usted ver que no se trata exactamente del problema del estructuralismo: lo que para mí era importante y quería analizar era, más que la aparición del sentido en el lenguaje, los modos de funcionamiento de los razonamientos en el interior de una cultura determinada: cómo es posible que un razonamiento pueda funcionar en determinado período como patológico y en otro como literario. Lo que me interesaba era el funcionamiento del razonamiento, no su significación.

Según usted, ¿a qué género pertenecen sus investigaciones? ¿A la filosofía? ¿O bien se trata de una «crítica» que podría considerarse subsidiaria de algunas ciencias humanas?

Yo diría que es difícil clasificar una investigación como la mía en el ámbito de la filosofía o de las ciencias humanas. Podría definirla como un análisis de hechos culturales que caracterizan a nuestra cultura, y en tal sentido, se trataría de algo así como de una etnología de la cultura a la que pertenecemos. Pero de hecho, intento situarme fuera de la cultura a la que pertenezco, analizando sus condiciones formales para hacer su crítica, en cierta medida, no en el sentido de reducir sus valores, sino para ver cómo ha podido surgir. Además, al analizar las condiciones de nuestra racionalidad juzgo nuestro lenguaje, mi lenguaje, analizando la manera como ha podido surgir.

En una palabra, usted hace una etnología de nuestra cultura.

O al menos, de nuestra racionalidad, de nuestro «razonar».

Pero lo que usted dice concierne de una manera inmediata a la filosofía contemporánea, incumbe a todo filósofo contemporáneo. Sobre todo cuando usted pasa de unos análisis muy particulares sobre temas precisos a implicaciones de carácter más general.

Es muy posible que lo que yo hago concierna a la filosofía, teniendo en cuenta que desde Nietzsche la filosofía tiene la misión de diagnosticar, y ya no se dedica solamente a proclamar verdades que puedan valer para todos y para siempre. Yo también intento diagnosticar y diagnosticar el presente; decir lo que hoy somos, lo que significa decir lo que decimos. Esta labor de excavación bajo nuestros propios pies caracteriza al pensamiento contemporáneo desde Nietzsche y en este sentido puedo declararme fílósofo.

Pero esta labor de excavación, esta «arqueología», también es un trabajo de historia.

De hecho, sí. Y es curioso observar que algunas personas en Francia, y en especial los que no eran historiadores, no han admitido que mi último libro fuera un libro de historia. Los historiadores no se han equivocado, pero los que no lo eran pretendían que se trataba de un libro destinado a negar la historia, a evacuar la historia, a cerrar la historia, etc. Esto quizá proviene de una concepción demasiado simplista de la historia. Según ellos, la historia esencialmente es un conjunto de análisis que ante todo ha de seguir una línea bien definida; procediendo de A a B, según una evolución engañosa (el mito evolutivo es el embalsamiento de la historia). En segundo lugar, siempre ven en la historia un acontecer de relaciones entre el individuo y las instituciones, la materialidad de las cosas, el pasado, etc.; en otros términos, como una dialéctica entre la conciencia individual libre y el conjunto del mundo humano, tomado en toda su gravidez y opacidad. Creo que sobre estos temas se pueden escribir libros de historia muy interesantes, como ya se ha hecho desde Michelet. Pero para mí, hay otras posibilidades de hacer libros de historia, y en ello no puedo ser considerado un innovador, por cuanto ya hace tiempo que muchos historiadores de profesión han realizado análisis del orden de los que figuran en Les mots et les choses; uno de los más ilustres historiadores de hoy, Fernand Braudel, es bien seguro que no está de acuerdo con aquel ideal de historia evolutiva, lineal, conciencial. Es preciso evitar una concepción lineal, simplista, de la historia. Se cree que el comprender cómo un hecho sigue a otro es un problema específicamente histórico y en cambio, no se plantea como tal otro que lo es con el mismo derecho y que es el de comprender cómo dos acontecimientos pueden ser contemporáneos. Quisiera observar además que es muy frecuente la posición de considerar la historia como el lugar privilegiado de la causalidad; parece como si todo estudio histórico debe subrayar ante todo las relaciones de causa a efecto. Y en cambio, las ciencias de la naturaleza ya hace siglos -y las ciencias humanas desde hace algunos decenios- se han dado cuenta de que la relación causal no se puede establecer ni controlar en términos de racionalidad formal; en el fondo, en la lógica no existe la causalidad. Precisamente en la actualidad se está trabajando para introducir relaciones de tipo lógico en el campo de la historia. Y desde el momento en que en el análisis histórico se introducen relaciones de tipo lógico, tales como la implicación, la exclusión, la transformación, etc., es evidente que la causalidad desaparece. Es preciso eliminar el prejuicio según el cual una historia sin causalidad no es historia.

Además de la historia «causal», su último libro se dirige contra otros adversarios polémicos; me refiero sobre todo a las ideologías llamadas «humanistas».

Al diagnosticar el hoy en que vivimos podemos aislar, como pertenecientes al pasado, algunas tendencias que se cree que todavía son contemporáneas. Por esta razón se ha dado un valor polémico a algunos de mis análisis. Usted me habla de mi diagnosis sobre el humanismo; pues bien, en Les mots et les choses he intentado seguir las dos direcciones de investigación de que le hablaba: en una se trataba de ver cómo podía haberse constituido un objeto para el «saber»; en la otra, cómo había funcionado determinado tipo de razonamiento. En substancia, he intentado analizar el siguiente fenómeno: en los razonamientos científicos que el hombre contemporáneo ha formulado desde el siglo XVII hasta hoy, en el siglo XVIII apareció un objeto nuevo, el «hombre». Con el hombre apareció la posibilidad de constituir las ciencias humanas y además una especie de ideología o de tema filosófico general, que era el del valor imprescriptible del hombre. Al decir valor imprescriptible, lo entiendo en un sentido muy preciso, es decir, que el hombre apareció como objeto de posibles ciencias -las ciencias del hombre- y a la vez como el ser gracias al cual era posible todo conocimiento. Por lo tanto, el hombre pertenecía al ámbito de los conocimientos como objeto posible de ellos y por otra parte, estaba radicalmente en el origen de toda clase de conocimiento.

En una palabra, era objeto y sujeto.

Sujeto de toda clase de saber y objeto de un saber posible. Esta situación ambigua caracteriza lo que podría llamarse la estructura antropológico-humanista del pensamiento del siglo XIX. Creo que este pensamiento se está deshaciendo, disgregando a nuestros ojos. Ello se debe en gran parte a la orientación estructuralista. A partir del momento en que nos hemos dado cuenta de que todo conocimiento humano, toda existencia humana, toda vida humana y quizás incluso toda herencia biológica del hombre, están situados dentro de estructuras, es decir, dentro de un conjunto formal de elementos que obedecen a relaciones que pueden ser descritas por cualquiera, el hombre, por así decirlo, deja de ser el sujeto de sí mismo, de ser a la vez sujeto y objeto. Se descubre que lo que hace posible al hombre en el fondo es un conjunto de estructuras que, ciertamente, puede pensar describir, pero de las que la conciencia soberana ya no es el sujeto. Esta reducción del hombre a las estructuras que lo circundan es característica del pensamiento contemporáneo en el que, por lo tanto, la ambigüedad del hombre en cuanto sujeto y objeto actualmente ya no parece ser una hipótesis fecunda, un tema de investigación fecundo.

En consecuencia, usted afirma, por ejemplo, que un pensador como Sartre, a pesar de sus méritos, pertenece al siglo pasado. No obstante, Sartre es sensible a la exigencia de una antropología que además de histórica, sea estructural; no pretende negar las estructuras en aras de lo vivido, de la temporalidad o de la historia, sino que intenta conciliar los dos niveles, horizontal y vertical, progresivo y regresivo; diacrónico y sincrónico, estructural e histórico; su esfuerzo estriba en conciliar la praxis, el sentido, con todo aquello que se presenta como pura inercia respecto al nivel de la intencionalidad.

Contestaré que, a mi parecer, el verdadero problema de hoy está constituido sólo aparentemente por la relación entre sincronía y diacronía, o entre estructura e historia. En efecto, la discusión parece desarrollarse en torno a este tema, pero a decir verdad, ningún «estructuralista» serio soñaría en negar o en reducir la dimensión diacrónica, de la misma manera que a su vez, ningún historiador serio ignora la dimensión sincrónica. Así, Sartre hace un análisis de lo sincrónico de la misma manera que Saussure da lugar a las amplias posibilidades del análisis diacrónico y todos los lingüistas pueden estudiar la economía de las mutaciones lingüísticas, como en Francia ha hecho Martinet. En resumen, si fuera el único problema sería bastante fácil entenderse. Con este motivo se han provocado discusiones muy interesantes sobre el tema, aunque nunca ha habido polémicas graves. En cambio, la polémica ha surgido y ha adquirido una gran vivacidad no hace mucho, cuando hemos puesto en duda otra cosa: no la diacronía en honor de la sincronía, sino la soberanía del sujeto o de la conciencia. Entonces han comenzado los desahogos pasionales. En fin, creo que lo que actualmente está sucediendo no puede reducirse al descubrimiento de relaciones sincrónicas entre los elementos. Sin contar que estos análisis, que se han desarrollado hasta sus consecuencias extremas, nos han revelado la imposibilidad de continuar filosofando, de continuar pensando la historia y la sociedad en términos de sujeto o de conciencia humana. Se podría decir que lo que Sartre refuta, más que la sincronía, es el inconsciente.

Pero Sartre no ha sostenido nunca que el cogito reflexivo sea el único punto de partida; en la 'Critique de la raison dialectique' dice precisamente que los puntos de partida son dos: además del metodológico que hace iniciar la reflexión del cogito, el antropológico que define el individuo concreto, basándose en su materialidad. Por otra parte, el cogito se abre a un mundo que ya existía antes de la reflexión.

Pero aun admitiendo un cogito prerreflexivo, el mismo hecho de que sea un cogito, inevitablemente falsea el resultado a que se tiende.

Y a su vez los fenomenologistas podrían reprocharle el que olvide u oculte la génesis de su visión de las cosas. En sus análisis se nota una especie de olvido metodológico del sujeto que realiza el análisis como si el hecho de tenerlo en cuenta implicara necesariamente toda una metafísica. Y una interpretación correcta de la fenomenología a mi parecer excluye cualquier metafísica. Todo lo que usted hace en el plano de la investigación efectiva, probablemente podría hacerse partiendo del punto de vista fenomenológico (siempre que no fuera excesivamente rígido y angosto).

Le contestaré diciendo que, efectivamente, durante un tiempo se creyó que un método podía justificarse solamente en la medida en que podía explicar la «totalidad». Voy a poner un ejemplo muy preciso. Cuando los historiadores de la filología estudiaban la historia del lenguaje, pretendían explicar tanto la evolución del lenguaje como el resultado a que la evolución había llevado. En este sentido, el método histórico era más comprensivo que el estructural por cuanto quería dar cuenta a la vez de la evolución y del resultado. A partir de Saussure vemos cómo surgen metodologías que se presentan deliberadamente como metodologías parciales. Es decir, que utilizan la ocultación de determinado número de ámbitos y gracias a esta ocultación pueden aparecer, como en contraste, determinados fenómenos que de otra manera habrían quedado sumergidos en un conjunto de relaciones excesivamente complejas. Por lo tanto, hemos de sacar la conclusión de que el método fenomenológico efectivamente quiere explicarlo todo, tanto el cogito como lo que es anterior a la reflexión, lo que «ya es» cuando arranca la actividad del cogito; y en este sentido es un método totalizante. Pero desde el momento en que no se puede describir todo, yo creo que ocultando el cogito, en cierto modo poniendo entre paréntesis esta iluminación primaria del cogito, vemos que se perfilan sistemas enteros de relaciones que de otra manera no serían describibles. En consecuencia, yo no niego el cogito sino que me limito a observar que su fecundidad metodológica no es tan grande como se creía y que, en cualquier caso, pueden muy bien hacerse descripciones que juzgo objetivas y positivas, prescindiendo totalmente del cogito. Y como caso curioso, he podido describir estructuras cognoscitivas completas sin referirme nunca al cogito, a pesar de que desde hacía siglos estábamos convencidos de que era imposible analizar el conocimiento apartándose de él.

Es cierto que en algunas investigaciones positivas se pueden - o quizá se deben- ignorar las raíces intencionales propias, al menos en el sentido de que para observar un determinado ámbito se debe aislar de alguna manera del «resto» para evitar, como usted decía, que quedara sepultado en él. Pero esto no excluye que estemos siempre en el plano de la totalidad y que la actitud filosófica consista precisamente en tenerla en cuenta. No se pueden ignorar los problemas de «contexto»; pueden circunscribirse tanto como se quiera en un campo de investigación determinado, pero no se puede impedir que tengan un contexto. Como consecuencia, ello implica que el ser filósofo también resulta inevitable, se quiera o no; se puede serlo de una manera inconsciente o ingenua, pero no se puede estudiar nada sin implicarlo todo. Usted puede muy bien poner entre paréntesis estos problemas porque son problemas filosóficos tradicionales, pero con ello incluso usted se coloca en una forma u otra bajo el punto de vista del «todo». En el fondo, incluso hoy, el análisis presupone una dialéctica y cada ámbito concreto presupone un contexto, y por ende presupone el «todo».

Estas son observaciones que en gran parte hago mías y a las que no se puede contestar de cualquier manera. Pero intentaré contestarle. Creo que soy tan sensible como cualquiera o quizá más, a lo que podríamos llamar los «efectos del contexto». Me he preocupado por saber cómo es posible que en razonamientos tan limitados, tan meticulosos, como los del análisis gramatical o los del análisis filológico, se puedan observar fenómenos que señalan toda una estructura epistemológica que volvemos a encontrar en la economía política, en la historia natural, en la biología, e incluso en la filosofía moderna. Hay que ser ciego para negar por conveniencia lo que en tantos casos se revela. Sé perfectamente que estoy situado en un contexto. El problema estriba en cómo se puede adquirir conciencia de tal contexto o, por así decirlo, integrarlo, dejar que ejerza sus efectos en el razonamiento propio, en el que se está haciendo. Usted dice que es inevitable ser filósofo en el sentido de que es inevitable pensar en la totalidad, aun cuando, dentro de los límites en que se ejerce una actividad científica, el problema se puede circunscribir. Pero, ¿está seguro de que la filosofía es eso? Quiero decir que la filosofía que intenta pensar la totalidad sería una de las formas posibles de la filosofía y que, efectivamente, ha sido la vía principal del pensamiento filosófico del siglo pasado a partir de Hegel; pero hoy podemos pensar que ya no es así. Debo hacerle observar que antes de Hegel la filosofía no pretendía abarcar la totalidad. Descartes no tenía política propia, como no la tenían Condillac ni Malebranche y el pensamiento matemático de Hume puede descartarse, etc. Por lo tanto, la idea de una filosofía que abarque la totalidad creo que es una idea relativamente reciente y me parece que la filosofía del siglo xx cambia de nuevo su naturaleza, no solamente en el sentido de limitarse, de circunscribirse, sino también en el de relativizarse. En el fondo, ¿qué significa actualmente filosofar? En realidad significa ejercer una actividad, cierta forma de actividad, más que construir un razonamiento sobre la totalidad, un razonamiento en el que se encarne la totalidad del mundo. En una palabra, hoy la filosofía es una actividad que se puede ejercitar en un campo o en otro. Cuando Saussure distinguía la lengua del habla, y como consecuencia, ponía de relieve un objeto de la lingüística, practicó una operación de carácter filosófico. Cuando en el campo de la lógica, Russell resaltó la dificultad, la imposibilidad de considerar la «existencia» como un atributo, o la proposición existencial como una proposición del tipo sujeto-atributo, desde luego hizo una labor de lógica, pero la actividad que le permitió llegar a este descubrimiento de orden lógico era una actividad filosófica. Debo decir, por lo tanto, que si la filosofía, más que un razonamiento, es un tipo de actividad inherente a un ámbito objetivo, no se le puede exigir una perspectiva totalitaria. Por ello Husserl, a medida que intentaba pensar todo el universo cognoscitivo en función y en relación con el sujeto transcendental, era el último de los filósofos con pretensiones universalistas. Creo que hoy esta pretensión ha desaparecido. Por lo demás, y en este terreno, he de decir que Sartre es un filósofo en el sentido más moderno del término porque, en el fondo, para él la filosofía se reduce esencialmente a una forma de actividad política. Según Sartre, hoy filosofar es un acto político. No creo que Sartre piense todavía que el razonamiento filosófico sea un razonamiento sobre la totalidad.

Si no me equivoco, usted se vincula a Nietzsche, incluso por esta negación de las pretensiones universalistas de la filosofía.

Creo que Nietzsche, que después de todo era casi contemporáneo de Husserl, aun cuando cesó de escribir cuando Husserl iba a comenzar, había refutado y disuelto la totalizacíón husserliana. Según Nietzsche, filosofar consistía en una serie de actos y de operaciones que pertenecían a diversos ámbitos: describir una tragedia griega era filosofar, tratar de filología era filosofar, etc. Además, Nietzsche descubrió que la actividad peculiar de la filosofía era diagnosticar, como ya hemos dicho: ¿qué somos hoy? ¿Qué es este hoy que estamos viviendo? Esta actividad diagnóstica exigía una labor de excavación bajo sus propios pies, para descubrir en qué forma estaba constituido aquel universo del pensamiento, del razonamiento, de la cultura, que era su propio universo. Creo que Nietzsche atribuyó a la filosofía un objetivo nuevo, que luego ha quedado algo olvidado, aunque Husserl en La crisis de las ciencias europeas haya intentado a su vez una «genealogía». En cuanto a la influencia efectiva que Nietzsche haya podido ejercer sobre mí, me sería difícil precisarla porque me doy cuenta de que ha sido muy profunda. Solamente le diré que ideológicamente he sido «historicista» y hegeliano hasta que leí a Nietzsche.

Además de Nietzsche, ¿qué otros factores han influido sobre usted en este aspecto?

Si mis recuerdos son exactos, la primera gran sacudida cultural fue la de los músicos seriales y dodecafónicos franceses -como Boulez y Barraqué- con los que me unía una relación de amistad. Ellos fueron el primer «tirón» de aquel universo dialéctico en el que vivía.

¿Todavía se interesa por la música contemporánea, la escucha?

Sí, pero no muy regularmente. Sin embargo, me doy cuenta de lo importante que para mí ha sido escucharla durante cierto período de tiempo. Una importancia similar a la de la lectura de Nietzsche. A propósito de esto, puedo explicarle una anécdota. No sé si ha oído hablar de Barraqué, o lo ha escuchado: para mí es uno de los músicos más geniales y más desconocidos de la generación actual. Pues bien, escribió una cantata que se estrenó en 1955, sobre un texto de Nietzsche que yo le facilité. De todas maneras, actualmente me interesa más la pintura que la música.

No me extraña. Le aseguro que en 'Les mots et les choses' admiré mucho el análisis dedicado a 'Las Meninas' de Velázquez. Pero quisiera hacerle otra pregunta sobre este tema: ¿en qué sentido cree usted que Klee es el pintor contemporáneo más representativo?

Verá usted, no creo que hoy hiciera una afirmación tan perentoria porque he examinado la cosa más de cerca, especialmente en lo que se refiere a las relaciones entre Klee y Kandinsky, que me parece una historia prodigiosa y que convendría analizar muy seriamente.

Pero en 'Les mots et les choses' usted contrapone el mundo de la «representación», simbolizado por Velázquez, y el mundo de Klee, que corresponde a la sensibilidad moderna.

Continúo creyendo válida esta contraposición. Klee extrajo de la apariencia del mundo una serie de figuras que tenían valor de signo y las dispuso armónicamente dentro de un espacio pictórico, conservando su forma y estructura de signos, es decir, manteniendo su modo de ser como signos y a la vez actuando de manera que no tuvieran significado. Como no soy ni estructuralista ni lingüista me extasío ante una utilización semejante del signo; es decir, del signo en su modo de ser de signo y no en su capacidad de dar el sentido.

Continuando en el terreno de la pintura, ¿tiene usted algo que decir sobre las nuevas tendencias? ¿Se interesa por el pop-art? ¿Ve usted alguna tendencia concreta que le interese?

Debo confesarle que no me ha interesado mucho ni el pop ni el op, precisamente por su relación inmediata y consciente con el contexto social en el que surgen; es una relación demasiado fácil. Para mí, los grandes pintores contemporáneos son individuos como Arnal y Corneille, aun cuando el op-art ha ejercido una influencia bastante considerable en ellos.

Volviendo a su formación, ¿qué otras influencias importantes ha sufrido? ¿Puede usted indicar cuáles son sus maestros espirituales?

Durante mucho tiempo hubo en mí un conflicto mal resuelto entre mi pasión por Blanchot y Bataille por un lado, y por el otro mi interés por ciertos estudios positivos como los de Dumézil o de Lévi-Strauss. Pero en el fondo, ambas direcciones, cuyo denominador común quizás era el problema religioso, me han conducido por igual al tema de la desaparición del sujeto. En el caso de Bataille y de Blanchot, la experiencia del erotismo en uno y del lenguaje en el otro, en cuanto experiencias de disolución, de desaparición del sujeto (del sujeto erótico y del sujeto parlante), me han sugerido el tema, que luego he transcrito en la reflexión sobre el análisis estructural o «funcional» a la manera de Dumézil y de Lévi-Strauss. En otras palabras, la estructura, la posibilidad de un razonamiento riguroso sobre la estructura, creo que nos conduce a un razonamiento negativo sobre el sujeto, es decir, a un razonamiento análogo al de Bataille o al de Blanchot. Todo ello expresado en forma simplificada.

Su interés por Sade, ¿se ha de interpretar en este sentido?

Sí, porque Sade es un ejemplo excelente, tanto de la negación del sujeto en el erotismo, como del despliegue de las estructuras en su forma más positiva y aritmética. Después de todo, Sade no es otra cosa que el desarrollo hasta sus últimas consecuencias de la combinatoria erótica, en lo que ésta tiene de más lógica, en una especie de exaltación (al menos en el caso de Justine) del propio sujeto, exaltación que lo conduce a su explosión.

Volvemos a su tema preferido, el de la desaparición del sujeto-hombre y de toda forma de humanismo. Quisiera que me aclarara mejor la trascendencia de esta tesis. Para empezar, usted ha hablado de «humanismos fofos» (los de Teilhard de Chardin, de Camus, etc.) para indicar aquellos humanismos que le resultan particularmente repugnantes. ¿He de deducir de ello que existen para usted humanismos dignos de respeto?

En efecto, he utilizado la expresión «humanismo fofo» y ello permite suponer, por razones lingüísticas obvias, que creo que existen humanismos que no son fofos, que son duros, y que en relación con los anteriores podrían ser valorizados. Pero, pensándolo bien, creo que «humanismo fofo» es una fórmula redundante y que «humanismo» ya implica «fofería».

Vea usted, afirmaciones como ésta, para muchos o para casi todo el mundo tienen un carácter fuertemente provocatorio. Por eso quisiera que explicara mejor lo que quiere decir.

Responderé que la utilización del humanismo es una provocación. De hecho -y me refiero a un panorama que usted probablemente conoce muy bien, porque lo habrá seguido como yo- usted ya sabe lo que fue este humanismo, el que en 1948 justificó a la vez el estalinismo y la hegemonía de la democracia cristiana, el mismo humanismo que hallamos en Camus o en el existencialismo de Sartre, etc., etc. Bien mirado, este humanismo ha sido el elemento prostituidor de todo el pensamiento, de toda la moral, de toda la política de los últimos veinte años; para mí, lo que resulta una provocación es que se quiera proponer como ejemplo de virtud.

Pero no se trata de proponer un determinado humanismo como ejemplo de virtud. Usted se limita a condenar un humanismo que contradice sus propias premisas, equivocado o superado; lo que yo quisiera que me explicara es la razón por la cual hoy no se puede ser humanista de ningún género.

También puedo contestar a esto: creo que las ciencias humanas no nos conducen en modo alguno al descubrimiento de algo que sería lo «humano» -la verdad del hombre, su naturaleza, su nacimiento, su destino-; en realidad, las ciencias humanas se ocupan de otras cosas distintas del hombre, como sistemas, estructuras, formas, combinaciones, etc. Por lo tanto, si queremos ocuparnos seriamente de las ciencias humanas, antes que nada es preciso destruir aquellas quimeras obnubilantes que constituyen la idea de buscar al hombre.

Todo esto a nivel científico, cognoscitivo. Pero a nivel moral...

Digamos mejor a nivel político: de hecho, creo que en la actualidad la moral puede ser reducida íntegramente a la política y a la sexualidad, e incluso ésta puede ser reducida a la política: la moral es la política. Pues bien, la experiencia de los últimos cincuenta años (y no solamente de éstos) prueba que este tema humanista no sólo no ha sido fecundo sino que más bien ha sido nefasto, nocivo, porque ha permitido las operaciones políticas más diversas y peligrosas; en realidad, los problemas que se plantean a quienes se dedican a la política son problemas como el de saber si es preciso dejar que crezca el índice de incremento demográfico, si es mejor impulsar la industria pesada o la ligera, si en determinada coyuntura, el aumento de consumo significa ventajas económicas o no, etc. Estos son problemas políticos. En este terreno nunca encontraremos «hombres».

¿No nos está usted proponiendo su propio humanismo? ¿Por qué hemos de impulsar una dirección económica? ¿O regular el índice de crecimiento demográfico? Estas operaciones políticas, ¿no se hacen en bien de los hombres? ¿Qué hay en la base de la economía sino el hombre? y no solamente como fuerza-trabajo, sino también como fin... En este punto, ¿no debería retirarse, al menos en parte, la afirmación nihilista de la «desaparición del hombre», de la «disolución del hombre»? En fin, yo no creo que usted dé un valor absoluto a sus afirmaciones. Pero si así fuera, creo que debe decirlo claramente y justificarlo, a no ser que lo considere como un slogan desmitificador.

Yo no quisiera que fuera considerado como un slogan. Es cierto que hasta aquí se ha convertido en parte en un slogan, pero ha sido contra mi voluntad. Se trata de un convencimiento profundo, debido a los malos servicios que desde hace años nos está haciendo esta idea de hombre.

Malos servicios... al hombre. Observe que esta exigencia suya también es humanista. ¿Hasta qué punto cree usted que se puede negar el humanismo, cuando se limita a denunciar los humanismos que contradicen sus premisas, o los superados, o los que son demasiado limitados (lo que implica la exigencia de una ideología humanista más moderna, más adecuada a la situación actual, más elástica, etc.)?

Yo no quisiera que me considerara el propugnador de un humanismo tecnocrático, o de una especie de humanismo que no se atreve a proclamarse como tal. Nadie es tan humanista como los tecnócratas. Por otra parte, ha de ser posible hacer una política de izquierdas que no utilice todos esos confusos mitos humanistas. Creo que el óptimum del funcionamiento social se puede definir como una determinada relación entre incremento demográfico, consumo, libertad individual, posibilidad para todos de gozar, sin apoyarse nunca en la idea de hombre; un óptimum de funcionamiento se puede definir de una manera intrínseca, sin que sea preciso decir «para quién» es mejor que una cosa sea así. En cambio, los tecnócratas son humanistas y la tecnocracia es una forma de humanismo. En realidad, los tecnócratas se creen con derecho a ser los únicos para definir lo que es la «felicidad de los hombres» y para intentar alcanzarla.

¿Usted no se plantea este mismo problema?

No. ¿Por qué? Yo comparo la tecnocracia con el humanismo y los rechazo a ambos.

Porque usted considera a este humanismo tecnocrático como un mal humanismo, al que contrapone otra manera más válida de ser humanista.

Pero, ¿por qué «de ser humanista»? Yo solamente digo que podemos intentar definir políticamente el óptimum de funcionamiento social posible en la actualidad.

Pero el funcionamiento social es el funcionamiento de los hombres que constituyen una determinada sociedad.

Cuando digo que el hombre ha cesado de existir, es evidente que no quiero decir en modo alguno que el hombre, como especie viviente o especie social, haya desaparecido del planeta. Ciertamente, el funcionamiento social será el funcionamiento de individuos que se relacionan entre sí.

Sólo que usted piensa que no hay necesidad de vincular los mitos humanistas al problema del funcionamiento de los hombres en sus relaciones mutuas.


Fíjese bien. Aparentemente estamos discutiendo sobre el problema del humanismo, pero me pregunto si en realidad no nos referimos a un problema más simple, el de la felicidad. Yo creo que, al menos en un plano político, el humanismo podría definirse como una actitud que considera que el fin de la política es el de procurar la felicidad. Ahora bien, yo no creo que la noción de felicidad sea pensable. La felicidad no existe, y la felicidad de los hombres existe aún menos.

Y a la noción de felicidad, ¿qué opone usted?

A la noción de felicidad no se le puede oponer nada: a A sólo se le puede oponer B cuando A existe.

Por lo tanto, usted piensa que en vez de tratar los problemas en términos de felicidad, es preciso hacerlo en términos de funcionamiento.

Justamente.

¿Y le parece satisfactorio? ¿Este fetichismo del buen funcionamiento no resulta un poco masoquista?

A mí me parece que frente a la humanidad hemos de asumir una posición análoga a la que en el siglo XVIII se asumió frente a otras especies vivientes, cuando se observó que no funcionaban para Alguien -ni para sí mismos, ni para el hombre, ni para Dios- sino que funcionaban y basta. El organismo funciona. ¿Por qué? ¿Para reproducirse? No. ¿Para mantenerse en vida? Menos. Funciona. Funciona de una manera muy ambigua, para vivir y para morir, porque es sabido que el funcionamiento que permite vivir es un funcionamiento que se consume sin cesar, de manera que lo que permite vivir a la vez prepara la muerte. Por lo tanto, la especie no funciona para sí misma, para el hombre, ni para mayor gloria de Dios, sino que se limita a funcionar. Pues bien, lo mismo sucede con la especie humana. Es cierto que la humanidad es una especie dotada de un sistema nervioso que le permite controlar hasta cierto punto su propio funcionamiento. Es evidente que esta capacidad de control suscita continuamente la idea de que la humanidad ha de tener una finalidad. Y esta finalidad la descubrimos a medida que podemos controlar nuestro funcionamiento. Nosotros, en cambio, invertimos las cosas. Decimos: puesto que tenemos una finalidad, hemos de controlar nuestro funcionamiento; en realidad, todas las ideologías, todas las filosofías, las metafísicas, las religiones, que nos dan una imagen que polariza la posibilidad de control del funcionamiento, solamente pueden surgir gracias a esta posibilidad de control. ¿Comprende lo que quiero decirle? La posibilidad de control es la que hace surgir a cada momento las justificaciones de este control. Hemos de resignarnos a admitir que sólo son justificaciones. El humanismo es una de éstas, la última.

Pero si le dijera que quizás hacen falta las justificaciones para que el sistema funcione bien, el humanismo podría ser una condición que facilita el buen funcionamiento de la sociedad, sin pretender atribuir un valor absoluto ni al sentido ni a los fines de la humanidad.

La hipótesis de usted me confirma en la idea que tengo desde hace cierto tiempo, de que el hombre, la idea del hombre, ha funcionado en el siglo XIX, un poco como había funcionado la idea de Dios en los siglos precedentes. Se había creído, y se creía aún en el siglo pasado, que al hombre le sería insoportable la idea de que Dios no existía («Si Dios no existiera, todo estaría perdido», se repetía), es decir, que espantaba la idea de una humanidad funcionando sin Dios, y por ello surgió el convencimiento de que convenía mantener la idea de Dios para que la humanidad continuara funcionando. Ahora usted me dice: quizás sea necesario que la idea de humanidad exista, aunque solamente sea un mito, para que la humanidad funcione. Quizás sí y quizás no. Igual que sucedió con la idea de Dios.

Con todo, hay una diferencia, porque yo no digo que la humanidad tenga que adquirir un valor metafísico o trascendente. Yo solamente digo que, puesto que existen los hombres, es preciso que en el interior de su propio funcionamiento se presupongan de una manera u otra. Sin contar que nada hay de tan mítico como la carencia de mitos totalizantes; al menos por hoy, porque no se puede excluir a priori la posibilidad de que un día la humanidad pueda funcionar sin mitos (aunque me parece improbable).

Decíamos que el papel del filósofo, que actualmente es el de explicar lo que está sucediendo, quizás consista también en demostrar que la humanidad va descubriendo que puede funcionar sin mitos. Y que la desaparición de las filosofías y de la religión quizás son fenómenos parecidos.

Pero si el papel del filósofo es el que usted dice, ¿por qué habla de la desaparición de la filosofía? Si el filósofo tiene un papel a representar, ¿por qué ha de desaparecer?

He hablado de la desaparición de las filosofías, pero no de la desaparición de los filósofos. En campos determinados, creo que existen cierto tipo de actividades «filosóficas» que, en general, consisten en diagnosticar el presente de una cultura: y repito que ésta es la auténtica función que pueden ejercer hoy los individuos a los que llamamos filósofos. ir arriba