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El escenario de la violencia:
ciudades y espectáculos

Félix de Azúa

El escritor Félix de Azúa, novelista y ensayista, reflexiona en este artículo sobre la violencia erigida en vicioso espectáculo, y sobre la violencia masiva y cotidiana que no se le cosidera tal pero que erosiona milímetro a milímetro la psique de las gentes. Publicado originalmente en la revista 'Barcelona Metrópolis' (abril, 1987). [Versión Imprimible PDF]

Uno de los fenómenos urbanos más significativos del último decenio es la aparición de un espectáculo de la violencia, convertido rápidamente en mercancía. Aunque actualmente afecte, sobre todo, a un cierto modelo cinematográfico americano, sus orígenes habría que buscarlos en los happenings de los años setenta. No es que las ciudades anteriores a mayo de 1968 fueran pacíficas, ni mucho menos, pero sólo muy recientemente esa violencia urbana y espectacular se ha convertido en valor de cambio y ha dejado de plantearse como un problema moral.

Desde principios de siglo (recordemos la célebre conferencia de G. Simmel, en 1903, titulada 'Las grandes ciudades y la vida intelectual') es un lugar común decir que las metrópolis son escenarios privatizados de la violencia. Para todos es evidente que en las grandes ciudades se produce un aumento descomunal de la agresividad, debido a la estrechez territorial y al bombardeo de emociones agresivas y violentas que recibe el ciudadano. Recordemos, sin embargo, que la justificación tradicional de la actividad violenta suele apoyarse en la fisiología del comportamiento y viene a argumentar lo siguiente: para la conservación de la vida (y de la especie), todos los animales, incluido el hombre, sufren crisis cíclicas de agresividad que impiden su extinción. [1] En consecuencia, las pulsiones agresivas no deben reprimirse, pues ello provocaría la paralización del sistema y su putrefacción a corto plazo. Sí deben, en cambio, canalizarse, con el fin de que no dañen al individuo mismo que trata de protegerse. Dado que en las ciudades no hay posibilidad de descarga que no traiga consigo un enorme peligro, por el hacinamiento y la complejidad tecnológica del medio, la canalización es imprescindible. De ese modo, una de las canalizaciones más habituales es la conocida por los etólogos como «agresión sobre un objeto de reemplazo». Imaginemos que un atemorizado e irritado conejo desea matar al zorro que le hace la vida imposible. Si lo intenta, el conejo será destruido, sin duda alguna; de manera que en lugar de agredir al zorro le pega una patada a un ratón. El chivo expiatorio y la víctima propiciatoria son objetos de reemplazo con una larga tradición urbana: las persecuciones y agresiones contra judíos, negros, árabes, gitanos o sudacas, permiten a los frustrados y agresivos ciudadanos emprenderla a golpes con minorías débiles y sin respuesta, en lugar de apalear a la propia familia; aunque, por lo general, también apalean a la propia familia. Volveremos sobre ello.

Una eficaz variante del objeto de reemplazo es el deporte, actividad típicamente urbana. La ritualización de los actos agresivos y el autocontrol permiten a los deportistas la simulación de una lucha, sin que necesariamente de ella se sigan desperfectos físicos o económicos. Es muy notable que, una vez convertido en un colosal negocio, el deporte ha generado lo que podríamos llamar "violencia de segunda generación". Las pandillas de espectadores que incendian, destruyen e incluso matan, no hacen sino manifestar su disgusto por la comercialización de la última válvula de escape que les quedaba. Así se cobran (con lo que destruyen) el dinero que les han cobrado a ellos. Si el espectáculo deportivo fuera gratuito, como la tragedia en Atenas, desaparecería la violencia.

El último objeto de reemplazo, entre muchos, que nos interesa subrayar es el nacionalismo o entusiasmo patriótico surgido por vía negativa, es decir, aquel que se estructura en torno a un "enemigo exterior" con el fin de canalizar la identificación con el "Jefe". Lorenz lo propone como una variante del «chivo expiatorio». La agresividad generada por la propia incapacidad o impotencia se desvía, así, hacia una lucha simbólica entre «nuestro Jefe» y «ellos». Los espectáculos de masas agresivas -mussolinianas, peronistas, franquistas, abertzales, etc.- tienen un escenario espléndido en las grandes avenidas y plazas urbanas. El apretujamiento, el estruendo, la música militar, los incontrolados, las banderas, la aparición del jefe, la iluminación dramática, son elementos de extraordinaria eficacia escenográfica. La sangre, aunque sea en pequeña cantidad, es imprescindible para que el montaje tenga éxito.

La violencia espectacular de la gran ciudad ha seducido, como es natural, a muchos intelectuales y artistas. El discurso en favor de la violencia suele fundarse en el hecho de que la violencia es imprescindible, no sólo para la destrucción, sino también para la construcción. Una sociedad no violenta, dicen, no sería pacífica, sino pasiva. Desde Hegel, la lucha por el reconocimiento admite como herramienta legal el uso de la violencia sobre un medio "inerte", "abúlico", "necio" o "pancista". El mito derechista de la mayoría silenciosa no es otra cosa que una excusa para manipular violentamente a unas muchedumbres a las que se considera egoístas, cobardes y acomodaticias. Sobre ellas y por motivos que se presentan como "idealistas", puede ejercerse toda clase de presiones, ya que esas muchedumbres sólo desean llenarse la panza y ver la televisión. La masificación y el anonimato urbanos son condiciones necesarias para este modelo de violencia masiva.

Sin embargo, la mayor parte de las explosiones de violencia urbana manifiestan justamente lo contrario de la «cobardía» o el «pancismo». Cuando en ocasiones la muchedumbre enfurecida se lanza a la calle con el fin de destruir, robar e incendiar (los casos típicos más recientes son los que se producen en los barrios de marginados), lo que se lleva a cabo es una consumición inútil de bienes inalcanzables. La destrucción de bienes (a poder ser por fuego), el gasto puro sin beneficio, es la descarga ritual de unos desposeídos a quienes se atormenta con la visión de bienes codiciables que no podrán adquirir en toda una vida de esclavitud y humillación. Resulta significativo observar que entre las llamas y los autobuses volcados, siempre hay grupos danzando.

Estas justificaciones de la violencia [2] suelen olvidar que la violencia real es invisible; carece de espectáculo. ¿Cuánta violencia fue necesaria para rebajar la jornada laboral de las 14 a las 8 horas diarias? ¿Cuánta violencia invisible ha sido utilizada para encerrar en manicomios, cárceles, asilos, reformatorios y cuarteles a todos aquellos que no coinciden con el modelo de ciudadano ideal diseñado por las élites industriales? Sus correlatos desde la izquierda, a saber, la revolución y el terrorismo, son miniaturas frente a esa violencia silenciosa e invisible. Todos los grupos terroristas del mundo unidos, jamás podrán sumar en un año el número de muertos que se producen en las carreteras europeas en un solo fin de semana.

¿Y por qué se considera, oficialmente, que el muerto de la autopista es diferente al muerto en atentado? La respuesta es de sentido común: porque el muerto de autopista se ha matado, en tanto que el otro ha sido asesinado. Pero esto es un sofisma. La verdadera diferencia estriba en que las sociedades industriales admiten el gasto en muertos inherente al uso del automóvil, pero no el gasto en muertos inherente a la chifladura política, religiosa o sexual. Así se acepta sin pestañear el sofisma siguiente: al muerto de autopista le ha matado su propia libertad de usar coche (como si tuviera alternativa real), y al de atentado lo ha matado la libertad ajena (como si el neurótico fuera "libre"). Este monumental enredo esconde una verdad espeluznante: hay muertes permitidas y muertes prohibidas; hay una violencia tolerada y otra utilizada como coartada para ocultar a la primera.

De este modo llegamos a la cuestión esencial: la gran ciudad es un gran escenario donde tiene lugar el espectáculo de la violencia, pero este espectáculo se rige por unas leyes que distinguen entre una violencia buena y otra mala. Y lo que es más grave: sólo se llama violencia a la violencia «mala»; a la violencia «buena» no se la llama violencia sino sacrificio. [3] Para la ideología ilustrada los miles de ciudadanos que salen el fin de semana a aplastarse en cualquier curva de autopista no son víctimas de ninguna violencia (técnica, económica o política), sino "el precio que hay que pagar" para vivir en una ciudad industrial y progresiva. A los muertos de fin de semana se les considera "sacrificados en el altar del progreso", es decir, muertos "por causas naturales".

En consecuencia, en este escaparate de la violencia que es la gran ciudad, podemos asistir a dos espectáculos: el de las víctimas y el de los sacrificados. [4] Ambos son visibles hasta extremos escandalosos, pero reciben diferente tratamiento. A los «sacrificados» no los ha agredido nadie: son un tributo que se cobra ese ente anónimo que se llama «progreso». Por ejemplo: ¿quién agrede diariamente a los habitantes de barrios como La Perona? ¿Qué patológica crueldad constructiva ha levantado la Avenida Icaria o la Zona Franca? ¿Cómo considerar «neutral» la visión de Bellvitge? Muchas chabolas están encaladas, ornamentadas con geranios, definidas con frágiles cercos de madera. ¿Por qué las naves industriales son una cochambre rodeada de basura? La usura del empresario que ni siquiera pinta la fachada de su almacén, ¿no es una agresión? La monstruosa presencia de medianeras, desnudas y abyectas como piezas de matadero, ¿no es una invitación al desprecio, a la dejadez, la chapuza o la abulia?

Más agresiva es todavía la violencia administrativa. Caminar por una calle que la especulación ha reducido a cero, sorteando postes eléctricos y telefónicos, buzones incrustados de cualquier modo, papeleras desproporcionadas a la acera, señales viarias obsoletas y toda suerte de objetos urbanos (por ejemplo, calle Bertrán, para no hablar de zonas degradadas), es una experiencia que debiera hacernos cavilar sobre la voluntad agresora de las grandes compañías financieras y en su carácter impune.

Estos elementos de invitación a la venganza personal (los asientos del transporte público son reventados precisamente cuando éste se detiene injustificadamente) son, sin embargo, anecdóticos comparados con la violencia masiva: envenenamientos producidos por el estancamiento de gases cada vez que nos ataca el anticiclón, emanaciones industriales que asfixian a los niños en las escuelas, enloquecedor estruendo de los escapes en motos, autobuses y camiones, desesperación inducida en los conductores por falta de espacio circulatorio o de aparcamiento... Estas violencias constantes son más traumáticas porque no se consideran 'violencia', sino 'el precio que hay que pagar' para vivir en la gran ciudad. Son violencias 'buenas', y por lo tanto no producen víctimas, sino 'sacrificados'. El problema es que los sacrificados descargan su enajenación mental del modo que pueden, y entonces ellos sí que son violentos 'malos'.

Los técnicos y administrativos urbanos se muestran absolutamente desesperanzados ante esta situación de tortura contra el ciudadano. Su impotencia, entonces, puede transformarse en cinismo y defender, consecuentemente, que la ciudad debe de ser así: una tortura 'moderna', un altar donde se sacrifican los infelices que desean vivir una vida contemporánea.

Frente a estos grandes espectáculos (invisibles) de violencia sacrificial, los espectáculos de violencia 'mala' son minúsculos, pero se ven agigantados por la opacidad de los anteriores. Así por ejemplo, la llamada 'inseguridad ciudadana' nunca se utiliza en referencia a los afectados por una emanación industrial o a las víctimas de la red viaria, pero es el gran espectáculo de la violencia visible. Los delincuentes ocupan el lugar de las ratas, cuya proliferación urbana es 'natural': se reproducen muy rápido, son nocturnos, ágiles, viven aislados u ocultos, atacan por sorpresa y desaparecen a gran velocidad. La luz los ahuyenta. Al igual que las ratas, los delincuentes roen el tejido de bienes: radiocasettes, cadenas de oro, relojes, dinero de bolsillo... Consecuentemente reciben un tratamiento analógico: deben ser exterminados con raticida, es decir, con medidas de ataque, ya que reinsertarlos es tan inútil como tratar de domesticar a una rata. Así pues, los rateros ocupan un lugar importante en el espacio informativo.

Las agresiones contra la propiedad -robos, atracos- ocupan, a su vez, el lugar visible de los 'negocios'. Una sola inmobiliaria fraudulenta produce más víctimas que la totalidad de los carteristas de Barcelona, pero la violencia de los atracadores es, para el Estado, la única realmente 'violenta'. En términos reales, nunca como ahora ha estado tan protegida y resguardada la propiedad privada de bienes, pero es ahora cuando el espectáculo de la violencia debe ocultar la expoliación gigantesca a la que se ve sometido el conjunto de la población por parte de un puñado de grupos legalizados. Las víctimas de un atraco son víctimas de la violencia; los expoliados por una quiebra fraudulenta son 'sacrificados por el progreso'.

Los delincuentes ocupan el lugar del chivo expiatorio, tal y como lo describe R. Girard. El procedimiento para crear un chivo expiatorio es el siguiente: dada la enorme dosis de agresividad que genera la gran ciudad sobre los individuos, éstos corren el peligro de dañar a personas próximas, en un momento de enajenación incontrolable: su mujer, sus hijos, los colegas del trabajo, el director de la fábrica, el jefe de personal, el policía del barrio... Se elige entonces una minoría débil, analfabeta y pobre. Se le aprietan las tuercas: no se le da trabajo, se le obliga a vivir en la basura, se le humilla, se le niegan sus derechos, se le aísla y se le califica, hasta que esa minoría estalla de ira y agrede, roba, viola o mata. Entonces se le encierra. Toda la agresividad invisible ha tomado forma en el chivo expiatorio y se ha hecho visible. Los medios de comunicación muestran la imagen visible de la violencia. La otra no tiene imagen.

No puede extrañarnos que los maleantes, sometidos a semejante presión, acaben todos en la drogadicción; es la única manera de seguir soportando su trabajo y cumpliendo el papel que se les ha adjudicado. Y, además, acortan la vida.

Lo más singular es que la violencia visible (la 'mala') suele ser redimida por los círculos artísticos. La proliferación de ornamentos humanos destinados a dar una bella apariencia de delincuente es, hoy en día, avasalladora. Las grupos juveniles adornados según etnias tribales (punk, heavy, mod, rocker y afines) son un homenaje a la delincuencia por parte de las capas sociales más inocentes y sensibles. Como los sacerdotes de las religiones orientales, los adolescentes viven, en seguridad y sin sobresaltos, el placer de participar de un ámbito sagrado que es el propio de las víctimas propiciatorias, es decir, de los delincuentes. Es un modo de expresar su admiración hacia esa minoría que ha sido elegida para que, mediante su destrucción, nos conservemos. Esta actividad artística -que afecta a amplias zonas de la oferta mercantil: galerías, premios, teatros...- podría ser calificada de 'delincuentosa', y contrasta poderosamente con la imagen de los años cincuenta, cuando los jóvenes deseaban parecerse, lo más posible, a un recluta muerto en Hiwo Jima o en Dunquerque.

Pero no hay que hacerse ilusiones: todas las manifestaciones artísticas delincuentosas sumadas, jamás le llegarán a la suela del zapato a una buena agresión simbólica institucional. Por ejemplo: todo aquel que descienda en la estación de Metro de la Avenida Tibidabo, se encontrará con un perfecto modelo de agresión invisible y silenciosa: un ascensor Otis, sin tripulante, que cierra sus puertas implacablemente y sin avisar, llevándose por delante a niños y ancianas. En varios años de funcionamiento, jamás he visto quejarse a nadie. La anciana empujada suelta un '¡Jesús, qué bestias!', sin que nadie acierte a decir de qué bestias se trata, y el niño deja escapar algo más contundente, siempre dentro del verbo sagrado. Y nada más. Los que se encuentran en el interior del ascensor suelen sonreír comprensivamente y dar cabezadas cargadas de razón. Los ciudadanos aceptan el trato fascista que imparte el ascensor Otis como 'el precio que hay que pagar' por vivir en la ciudad, utilizar un transporte público, y querer luego, encima, salir a la calle. Ninguna manifestación artística, por agresiva que sea, superará el valor artístico de este ascensor, extraordinario ejemplo del lugar que ocupa el usuario en la cabeza del ingeniero (no violento).

Muy pocos comprenden que esta acumulación de violencia invisible nunca es inocua. Hace ya muchos años que no vivimos en una ciudad dividida. La fascinante situación de Beirut es un ejemplo interesantísimo de lo que puede dar de sí una ciudad en descomposición. ¿Cómo será -porque es inevitable que sea- un enfrentamiento severo en Nueva York, en México DF, en Barcelona? Valdrá la pena estar vivo para verlo. Y luego, quizás no.ir arriba

Notas:
1. El prototipo ideológico es el premio Nobel K. Lorena por ejemplo: La agresión. Una historia natural del mal, 1968. regresar
2. El clásico sigue siendo G. Sorel, Reflexiones sobre la violencia. regresar
3. Una explicación magistral de esta ocultación puede leerse en R. Sánchez Ferlosio, Mientras no cambien los dioses, nada ha cambiado. regresar
4. El tratamiento antropológico más sugestivo es el de R. Girard, La violencia y lo sagrado. regresar
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